LATAS EN COSERVA
Napoleón Bonaparte se asombraría, sin duda, si tuviese la oportunidad de examinar una cocina de hoy en día. Probablemente no entendería para qué sirven los numerosos electrodomésticos que pueblan la encimera, se quedaría anonadado con el poder de refrigeración de las neveras y no alcanzaría a comprender cómo se puede calentar un cazo sin encender un fuego. Al abrir la despensa alucinaría con la utilidad de los tetrabriks y le llamaría la atención el packaging de plástico de los productos. Menos mal que durante su registro caería en sus manos, tarde o temprano, una lata de atún o de sardinas. Al fin un objeto familiar.
Porque el emperador francés conoció en vida las latas de conserva. No solo eso, sino que propició su nacimiento: en 1795 ofreció un premio de 12.000 francos para quien inventara alguna forma de mantener los alimentos frescos durante un periodo de tiempo prolongado. En 1810, el francés nacionalizado inglés Peter Durand patentó los recipientes de hojalata, basándose en el descubrimiento de Nicolás Appert de que la carne hervida y guardada herméticamente (en botes de cristal) se conservaba sin estropearse. Sus ventajas eran múltiples por su facilidad para la conducción del calor, su ligereza o resistencia, entre otros.
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