Sabor mañanero

En la oscuridad que precede al amanecer de una mañana de diciembre de 1979 llega Kit Carter aleteando, Central Park West arriba, como una flecha zen que vuela a través de la noche. Al alcanzar el cruce con la calle Setenta y dos, levanta la vista hacia el Dakota, que centellea tenuemente a la luz de una farola solitaria, como un fantasmal castillo germánico. Atraviesa veloz la calle hasta llegar junto al rastrillo de hierro semejante a un túnel que protege la entrada de vehículos, y pulsa el timbre de noche, que suena con un único y agudo sonido. Se agita inquieto intentando protegerse del viento glacial que sopla del parque, a la espera de que el portero salga de detrás de la mampara de madera y cristal que rodea la entrada del edificio resguardándola del viento. En cuanto chasquea la cerradura del portillo, Kit se desliza a través de la abertura, sube los escalones que conducen a la oficina del conserje y, tras un breve saludo con la cabeza al portero de noche, se sumerge en el laberinto de pasadizos que le conducen a la alta puerta de roble del estudio uno, el despacho de Yoko Ono.





Golpea levemente con los nudillos y recibe una respuesta inmediata, pues se oye el chasquido metálico del cerrojo al correrse. Se abre la inmensa puerta de madera y en el hueco aparece la menuda Yoko, con el rostro oculto tras velos negros. Kit se dice que parece estar muy enferma, se da cuenta también de que viste la misma blusa y los vaqueros negros que ha llevado toda la semana. Con ademán felino, Yoko le arrebata un paquete de papel de estaño que tiene en la mano. Luego, refugiándose en su cuarto de baño particular, cierra de golpe la puerta y abre al máximo los grifos del agua. Mientras Kit se quita los zapatos, gesto preparatorio para entrar en la oficina del fondo, oye por encima de la torrentera de agua una serie de fuertes bufidos seguidos de desagradables arcadas.
El refugio de Yoko es suntuoso y fantástico. En la mullida alfombra blanca brillan luces ocultas que proyectan sombras en el techo y reflejos en los espejos de cristal ahumado que se alzan desde el revestimiento de roble de la pared que llega a media cintura. Un inmenso escritorio de estilo egipcio ocupa uno de los rincones, en diagonal con las ventanas de persianas echadas que dan al patio; los laterales de caoba centelleantes están incrustrados con grandes relieves de marfil con la cabeza de ibis de Tot y el disco y la cobra, símbolo alado del sol. El sillón de mando de Yoko es una réplica exacta del trono encontrado en la tumba del faraón Tutankamón.
Kit se deja caer sobre el diván de piel de un blanco marfil contemplando los objetos que confieren a la habitación su aspecto mágico. La pequeña calavera gris entre los dos teléfonos Princess blancos, el pectoral infantil egipcio de oro, la serpiente de bronce que se desliza a lo largo del travesaño de la mesa de café de Giacometti. Han transcurrido seis semanas desde que empezara a hacer esas entregas, pero todavía recuerda la primera vez.
Estaba tan aterrado que había metido la heroína en el hueco que practicó en un libro, envolviéndolo todo en papel de estraza. Encontró a Yoko en la oficina exterior, sentada a la mesa del contable Richie DePalma, hablando por teléfono en japonés. Durante cinco largos minutos siguió parloteando sin tregua, con igual despreocupación que si estuviera haciendo esperar al chico de los recados de la farmacia.
Por fin colgó el auricular.
—Ah, hola. Tú eres Kit —dijo con tono indiferente. Sin mediar palabra, sin una mirada siquiera, alargó la mano y cogió el paquete, indicándole por su actitud que podía marcharse. Más adelante Kit se enteró de que había despertado una gran curiosidad en Yoko, pero en esas situaciones ella solía fingir indiferencia.
Comenzó haciendo las entregas una o dos veces por semana. La víspera solía recoger la droga de manos de un joyero de la calle Cincuenta y siete, que era el intermediario. Inicialmente el precio de un gramo de heroína era de quinientos dólares, pero en cuanto Yoko empezó a adquirir el hábito, el precio subió. Ahora Kit paga setecientos cincuenta dólares por ese mismo gramo, con lo que el hábito de Yoko asciende a cinco mil dólares semanales. Un drogadicto callejero puede darse ese gusto por la cuarta parte de lo que paga Yoko, pero eso a ella no le importa. ¿Por qué habría de importarle? John Lennon es un hombre rico.



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